por el cimarrón.
No cuento esto por figurar, o...
¡O qué se yo! Lo cuento porque no entiendo, es misterioso, despierta mi
curiosidad. Por momentos me da gracia y a veces tristeza. Le busco explicación
y nada. Será que lo quiero compartir...
Pasó en un pueblo chico,
condenado a achicarse cada día más hasta
desaparecer. Figura en muy pocos mapas de Santa Fe y no voy a dar el nombre para
evitar exposiciones dolorosas. Cerca pasa una ruta de tierra olvidada por
vialidad que se lleva a los que no regresan. Pocas casas, ninguna nueva, y poca
gente. Un boliche mezcla pulpería con cambalache, un club en decadencia, un
centro educativo radial, la capilla como oportunidad de relacionarse, una
comisaría con agentes grises, animales
adueñados del lugar. Todo envuelto en una cotidianidad mediocre que sólo
mejora en circunstancias como los domingos, cuando hay cuadreras, o con el
reverdecer de septiembre. Yo viví allí: poco por hacer, mucho por salir a
buscar...
Beto era uno de los tantos
chicos del pueblo; pero no uno más. Se notaba la diferencia. Ni más inquieto
que otros, ni más travieso, ni más inteligente. Lo de él era la imaginación, la
fantasía, lo creativo, lo volado... ¿lo artístico?, se podría preguntar. No
precisamente: nada de acuarelas, arcilla, yeso, canto, música, actuación, no.
Lo de él era viajar en su máquina. En realidad nunca había llegado más allá de
Cayastacito, Arroyo Aguiar, Laguna Paiva o a orillas de la gran laguna. Si bien
la madre de crianza, la curandera Pancha, lo sobreprotegía y no permitía que se
fuera lejos, era Beto quién no se interesaba por alejarse de su máquina viajera.
Su mundo estaba ahí en un punto determinado del patio.
El patio, como uno de
pueblo. Al costado de una casa con galería al este, cocina, comedor y piezas.
El excusado a unos veinte metros, perros hogareños y de los agregados, gallinas
dañinas, la bomba de agua y un espacio de jardín. Al atardecer el ámbito se
perfumaba de albahaca, romero, burro y demás hierbas. Abundante sombra de
árboles viejos, más viejos que el poblado algunos. También había mandarinas,
naranjos, limoneros, higueras, moras… y un paraíso.
El paraíso había sobrevivido
sequías, inundaciones, pestes, podadas implacables y asesinas y hasta
quemazones en un hueco del tronco. Para la zona y la época era raro que viviera
tanto. Vale decir, además, que hubo
claros intentos de exterminarlo con herbicidas, kerosene y otros químicos. Pero
nada, se la aguantaba. No estaba solo. Vaya a saber quién, cuándo, cómo y por
qué le plantó al lado un arbusto que padeció igual maltrato; como que eran dos hermanos en
desgracia.
Beto tomó posesión de este
lugar del patio y comenzó el proceso de transformación: de vegetales a vehículo.
La familia acordó gustosa de que por fin se iban a deshacer de esos adefesios. Es
que lo que la naturaleza y los actos humanos no pudieron hacer alteraron en
fealdad, formas llamativas y fortaleza. La incursión del niño reafirmó esto. Lo
que sí se veía era un objeto, si se quiere fabuloso, de ciencia ficción, que
nada tenía que ver con las especies.
El pibe, se apoderó del
lugar, y digo bien, porque ¡guay! que alguien se acercara, tocara o subiese a
la máquina. Podía recibir, de mínimo una puteada y de máxima un gomerazo con
recortado. Nada fácil meterse con Beto y su máquina. Por más que su madre o
cualquiera lo reprendiera, no perdonaba, te la juraba y se desquitaba. Mejor no
intentar o pinchar.
La máquina estaba inspirada
rudimentariamente en una camioneta Ford-T de Don Quiroga, de la que conocía
todos los ruidos, vibraciones, chirridos y movimientos. Los reproducía
admirablemente y solía quedar disfónico por días. Regulaba, ronroneaba, frenaba
y alternaba rebajas con aceleradas sublimes. Atendiendo a esto se podía deducir
el momento y la intensidad de la aventura. Para la máquina no existía terreno
intransitable. Con viento, lluvia, granizo, refocilos, frío o calor Beto andaba
igual, su máquina le respondía. De los recorridos daban cuenta un anecdotario
de resfríos, insolaciones y chichones. No faltó un julepe la vez que un rayo
pegó cerca. La nave contaba con partes obvias como ser: volante, asientos,
espejos, tablero y focos. No tenía ruedas y sí otros detalles que no respondían
a criterios mecánicos o de confort. Cuando
Beto se subía nadie podía bajarlo o interrumpirlo. Se posicionaba y
posesionaba. El único que lo calmaba en caso de ser necesario era Don Quiroga. Eso si, tenía que sobornarlo con
alguna pieza en desuso de la chatita. Estas situaciones habían aportado al
cachivache numerosos accesorios. Conseguido un nuevo artículo restaba esperar
que por lo menos le encontrara el lugar dónde ubicarlo, probarlo de ser menester,
deambular otro ratito y recién así aceptaba comer, cambiarse o dormir. Diariamente,
a la siesta, hacía funcionar la máquina con todo. Si veía venir a Don Quiroga
levantando polvareda desde el frigorífico, bramaba. Pataleaba enloquecido
haciendo un tierral infernal. Los perros del barrio ladraban con igual
descontrol. Los que dormían por ahí se despertaban puteando. Más de una vez,
los que tomaban mate alrededor, exasperados, casi atinaron a echarle agua
caliente. No faltaron encontronazos con vecinos enojados.
Don Quiroga, tío también en
carácter adoptivo, era un solterón con historia reservada que hablaba poco, salvo con Beto. A veces daba la
impresión que, sin dialogar, establecían una conversación que no respondía al
lugar ni a la época. Él fue quien lo sacó en paseos más allá del caserío. No se
lo vio motivado por esas salidas, excepto por aquella en que fueron a Empalme
San Carlos y pararon en la chatarra de Pedrito Martinelli. Volvió exaltado. Se
trajo un distintivo Ford, una patente y un pedazo de pieza que no se distinguía
si de carburador, bomba de nafta o de qué. Desde ese día se sosegó por un
tiempito, se dedicó más a la mecánica que a recorrer mundo.
Cuando empezó con lo de su
máquina, principios de los sesenta, tenía cinco años y todos miraban con
simpatía su ocurrencia, ingenio, dedicación y capacidad para entretenerse. Para
los catorce llamaba sospechosamente la atención. Un profesional arriesgó
comentarios sobre posible falta de madurez. A los diecisiete, declarado en todo
el pueblo como loquito o pelotudo. Lo aguantaba la madre, pero ya un tanto
preocupada. La muchachada de su edad gastaba bromas para con esa relación
viciosa Beto-máquina. Estaban, viene al caso, las vecinitas linderas del norte,
tres hijas de Juancho, el juez de las cuadreras, que de chiquitas se exponían
ante Beto; éste ni pelota. Ahora, las intenciones de seducción eran propias de
la primavera juvenil y el muchachito totalmente en otra. Ellas hacían de todo.
Desde chistarlo hasta exhibir descaradamente sus precoces formas. Las miraba,
sonreía y saludaba en veloz pasada. Las pibas se hartaron. Lo puteaban y acusaban de marica. Él se
acomodaba en el asiento, se miraba en el espejo, se alisaba el pelo, se
retocaba, se agrandaba, transformándose en todo un ganador y se iba por horas.
El tío, interlocutor insustituible, cuando intentaban apurarlo sobre el tema
mostraba los dientes que le quedaban y en gesto claro murmuraba inaudible, no
dando lugar a repreguntar o insistir.
La situación de Beto en el
ámbito familiar y en el del pueblo se puso
incómoda e insostenible. No era normal. Un chico que no había sufrido
meningitis, golpes, sustos y otras yerbas no podía estar tan colifa. Se
manejaba la hipótesis, desde los más letrados, que a lo mejor la cuestión del
abandono, la adopción, la sobreprotección ¡y que se yo que otra psicología!
Pero no, llegado el caso, el Beto, si quería conversar lo hacía como cualquiera
del lugar. A la escuela fue siempre y si se escapaba era para venir al patio a
hacer un urgente viajecito. ¡Qué se yo! Evidencias clínicas para afirmar que el
quía estaba piantado no sé si existían. Normal, lo que se dice normal, vaya uno
a saber. ¡¿Qué hacer?!
En el dormitorio, el día que
Beto cumplía los veintiuno, la mamá le dijo algo así como: -¿Qué hago con usté
m´hijito? Fue un dieciocho de septiembre, antes de la primavera, antes que le
venga otra vez la primavera a las
ardorosas hijas de Juancho. El anterior fue un día caluroso y en ese vino una
tormenta de viento en seco que se llevaba todo. La temperatura seguía alta y la
tierra invadía cubriéndolo todo. A Beto el clima no le importó. Se ve que en
sus andanzas ya estaba fogueado con este tipo de adversidades. Armó a modo de
alforjas unas cosas, miró como al
infinito a su madre, le sonrió y la besó en la frente con estilo
cinematográfico. Le dijo: -Hasta la vuelta- y salió al patio.
Desde ese patio donde ahora
no se escuchaba nada más que el barullo terrible del viento, muchas veces se
sintió el motor de la máquina, y en el día aquél, primero se sintió un sonido suave,
como a lo lejos, enseguida el sonido aumentó. La Pancha en su dormitorio suspiró,
apoyó la cabeza en una mano, dejó
correr viejas lágrimas contenidas
y se animó a reconocer en soledad: -Este chico... Nunca había rugido tan fuerte
la máquina como ese espantoso día. Cada vez más, cada vez más. ¡¿Cómo se
escuchaba?! En la cocina Don Quiroga mateaba y comentó para si, -¡Jah! Cómo
regula la máquina. Juancho le comentó a sus hijas, -Ese infeliz se va a romper
la garganta. El viento arremetió con intensidad ¡y la máquina se escuchaba
mejor!. ¡¿Qué pasaba?! Entonces, como que se movió y avanzó. Se fue alejando.
-Volvé, por favor. -¡Suerte! -¡Pará tarado! -exclamaron individualmente los
tres. Fueron las últimas referencias sobre el muchacho hasta hoy que escribo
esto. Lo seguro es que del patio desaparecieron Beto y la máquina. Quedó un
hueco y una zanja lejana hasta el cielo en dirección a la ciudad. Ambas se
borraron rápidamente, como que el pueblo quiso olvidar algo vergonzoso.
Santa Fe, 24 de septiembre de 2003.